Cantor y la locura

Cantor y la locura
Autor
Antonio J. Durán
Tipo de evento
Descripción

El pasado 6 de enero de 2018 se cumplieron 100 años de la muerte de Georg Cantor. Sus estudios sobre el infinito consiguieron domar este monstruo que llevaba aterrorizando la lógica, las matemáticas y la filosofía desde su descubrimiento por los griegos allá por el siglo VI a.C. A Cantor se le considera el padre de la teoría de conjuntos (junto con R. Dedekind, véase Darwin y Wallace, Dedekind y Cantor), y puso en marcha una revolución que acabó cambiando la forma de hacer matemáticas, iniciando un proceso de abstracción caracterizado por la aparición de pruebas de existencia no constructivas, y que potenció el que ya vivió el álgebra en la segunda mitad del siglo XIX. Después de Cantor, los matemáticos hemos acabado por admitir que la existencia de un determinado objeto matemático puede quedar garantizada aunque no se especifique cómo se puede construir dicho objeto. Significativamente, este proceso de abstracción en las matemáticas es contemporáneo con lo acontecido en escultura, música o pintura; en especial con estas dos últimas, donde se dan reveladoras similitudes en la concepción del discurso musical, por un lado, y del espacio, por otro, que no por insospechadas son menos sustanciosas. Cantor acuñó un aforismo lleno de hermosura que sintetiza la característica que distingue a las matemáticas de las demás ciencias: «La esencia de las matemáticas es la libertad».

Georg Cantor fue una figura pletórica y excesiva, una personalidad desmesurada, al que las zarpas de la locura acabaron desgarrando, sobre todo a partir de 1899, cuando fue internado en clínicas de reposo cada dos o tres años aquejado de manías persecutorias y cuadros maníaco-depresivos.

Es innegable que cierta tentación melodramática pueda inclinarnos a establecer una relación entre los estudios de Cantor sobre el infinito y su enfermedad mental. Y no han sido pocos los autores que se han dejado arrastrar por ella hasta convertir en un hito del folklore matemático que la enfermedad mental de Cantor la provocó su obsesión por desentrañar los misterios del infinito. Quizá fuera Bertrand Russell quien más colaboró con esa causa ―tal vez inadvertidamente―. Cantor visitó por primera vez Gran Bretaña en septiembre de 1911; estuvo de paso por Londres y escribió a Russell un par de cartas proponiendo un encuentro con él, que finalmente no se produjo. El caso es que Russell incluyó en su autobiografía, publicada en 1967-69, una referencia a esas dos cartas y al comportamiento un tanto excéntrico de Cantor. «Georg Cantor fue, en mi opinión ―escribió Russell―, uno de los mejores cerebros del siglo XIX […] Después de leer la siguiente carta, nadie se sorprenderá de saber que estuvo buena parte de su vida en un asilo para lunáticos». Al respecto de este comentario, el historiador británico de las matemáticas Ivor Grattan-Guinness, uno de los que primero levantaron su voz contra las razones matemáticas de la locura de Cantor, escribió en 1971: «Las dos cartas de Cantor tienen un carácter innegablemente errático: de hecho, los manuscritos son todavía más reveladores. Muestran varios de los hábitos que tenía cuando la agitación se apoderaba de él. La caligrafía es muy florida y los renglones tienden a irse hacia arriba conforme progresan en la página; y no sólo continúan en los márgenes ―algo típico de Cantor― sino que en una página de la segunda carta llegó a escribir de arriba a abajo sobre otros renglones que iban, según lo habitual, de izquierda a derecha. Hay, incluso, un párrafo de la carta que está escrito en el dorso del sobre».

Es muy posible que la enfermedad mental de Cantor tuviera causas genéticas. «La falta de evidencia documental combinada con la naturaleza rudimentaria de los tratamientos psicológicos en esa época impide una evaluación profesional definitiva de la enfermedad mental de Cantor ―escribió Grattan-Guinness―. Los ataques empezaban de repente, habitualmente en otoño, y mostraban fases de excitación y exaltación. Finalizaban también de repente al inicio de la primavera o del verano, y algunas veces le seguía lo que ahora entendemos que debía de ser la fase depresiva. Lo que se interpretaba entonces como una cura, durante la cual Cantor pasaba el tiempo en casa sentado en silencio horas y horas; pero entonces esta fase también finalizaba de repente y Cantor volvía a su trabajo y ocupaciones».

Aunque las causas genéticas no quitan que la tirantez de sus relaciones académicas o la tensión de su pelea con el infinito agudizaran o precipitaran sus crisis mentales. Desde 1878 Cantor estuvo batallando para demostrar la hipótesis del continuo (que establece que el cardinal de los puntos de una recta es el primer infinito no numerable). Naturalmente no se dedicó exclusivamente a investigar ese problema, pero es indiscutible que le dedicó años completos de esfuerzo tan intenso y apasionado como estéril, y no es menos cierto que cualquier noticia sobre la resolución del problema le causó siempre una profunda impresión. Pero si la hipótesis del continuo fue perturbadora para la estabilidad emocional de Cantor, no lo fueron menos otras tragedias de la vida como la que sufrió en 1899 cuando Rudolf, el más joven de sus seis hijos, murió a los 13 años de edad.

 

Cantor en 1894

Cantor en 1894, con 49 años; por esa época trataba de sistematizar su teoría de conjuntos

En mayo de 1917 Cantor fue otra vez ingresado, contra su voluntad, en el manicomio de la Universidad de Halle; según Grattan-Guinness: «La guerra provocó escasez de alimentos, y Cantor adelgazó y fue presa, además del cansancio y la enfermedad, también del hambre […] Por Año Nuevo, Cantor envió a su mujer las últimas cuarenta hojas del calendario del año anterior, dándole a entender que había vivido esos días; pero el 6 de enero murió de repente y sin dolor de un ataque al corazón. Fue enterrado en Halle cerca de su hijo Rudolf».

 

Cantor en 1917

Cantor en 1917, con 72 años, a punto de ingresar o ya dentro del manicomio de Halle, donde moriría el 6 de enero de 1918; los efectos del hambre provocada por la escasez de alimentos en el último año de la primera guerra mundial son evidentes.


Referencias

A.J. Durán, Pasiones, piojos, dioses… y matemáticas, Destino, Barcelona, 2007.

I. Grattan-Guinness, Towards a biography of Georg Cantor, Annals of Science, 27, (1971), 345-391.